sábado, 23 de agosto de 2008

El cuento de las versiones

Presentamos a nuestros lectores este cuento de Andrés Díaz, uno de los Seis Escritores, cuento finalista en el Concurso Interno de Cuento del Taller de Escritores de la Universidad Central 2008.

VERSIONES DE MONTAÑA
-

I.-

En la versión censurada, el bus toma la ruta del cañón, dejando atrás el bochinche de los campesinos que llegan desde las veredas a la plaza de mercado. Desciende hasta el boquerón, entre la vegetación insomne y despojos del aguacero y luego empieza el ascenso hasta el primer corregimiento. La ondulación de la sierra se va volviendo más rigurosa. La carretera se convierte en un camino sin pavimentar enredado entre montañas. Se observan los restos de casas arrasadas años atrás por la creciente, y muros derruidos de lo que fuera una edificación de colegio u hospital. El bus se detiene en cada uno de los poblados, esperando a que los hombres descarguen y a los nuevos viajeros, quienes se acomodan rápidamente, resguardándose con sombreros y ruanas. Hay siempre afán. El chofer se toma con apuro un café; recibe recados para los de más arriba, cuenta los cupos vacíos y escucha reportes sobre el clima y la seguridad.

Desde lejos, cuando el día está despejado, se observa la cima del nevado. Pero hoy la niebla cierra el horizonte y por momentos parece como si entrara en una cumbre extraviada en el tiempo. Forzado por la gravedad de acantilados cada vez más profundos, sube con dificultad, las llantas resbalan y la carga se mece peligrosamente, a punto de precipitarse en la nada.

Llegan al último caserío. Un pesebre diluido en la neblina perpetua de las estribaciones, acosado por las crecientes del río. Levantado a un lado del cañón, parece un balcón de casas pobres, adosado a un extremo de los páramos que resguardan, como pretores, el valle de los nevados. Todo es lento y eterno, rasgado a veces por la llegada de hombres armados, por la migración de águilas que vuelan hacia la Patagonia o por las excursiones de montañistas que, a pesar de las noticias sobre enfrentamientos armados, vienen a escalar.

En la plaza principal descansan los soldados que han llegado desde la semana anterior. Caminan despacio, como si estuvieran guardando fuerzas para los combates de más arriba; a veces miran con curiosidad o recelo a los que llegan, especialmente a los montañistas. Pero estos parecen sentirse invulnerables a los hechos que aquí ocurren; se ponen las mochilas en los hombros, conversan o miran las nubes y las montañas intentando presagiar el tiempo de los próximos días.

Confundida entre el grupo de deportistas, una pareja compuesta por un hombre maduro y su hijo ayudan a desatar el equipaje y toman, - junto con el equipo de montañistas, personal de socorro y campesinos -, el camino hacia el nevado del Tolima.

Poco a poco el grupo se dispersa. Los que quedan, - el hombre maduro, el joven y los montañistas que prefieren tomar la ruta que llaman La Cueva -, paran en un hospedaje de cabañas de madera y piscinas termales. Comen, mientras unos niños corretean entre gritos de júbilo por la ladera de la montaña, pateando la cabeza de un cordero. Los chillidos de terror de los ovejos a punto de morir son seguidos por el temblor estentóreo de los que, aún calientes, cuelgan boca abajo. Las moscas trazan volutas, evadiendo con pereza el manoteo que las rechaza. Sus alas parecen aferradas por una estela invisible y fatal a la carne de variado color rojizo. En la cocina, las mujeres preparan los enjuagues de sal para conservarla. Los comensales las ahuyentan con desidia pues el frío ha recrudecido y el hambre no da tiempo para el asco.

Algunos de los montañistas se separan, tomando por La Cueva. Basta mirar en qué consiste ese “camino” para sentir miedo. Una pared de caliza húmeda, más húmeda aún por el musgo y los helechos, que solamente podría escalarse con lazos o prendido como un escarabajo. Otros, en cambio, prefieren un camino largo: tres días zigzagueando entre montañas, lagunas, precipicios y pantanos.

Siguen por un cañón apertrechado de nubes. La tierra está perpetuamente mojada; las horas pasan y la tarde precoz baña los frailejones de un suave color miel. Desde allí, cuenta el arriero que funge de guía, se divisa en las noches la ciudad, un resplandor que titila como una lámpara a punto de apagarse.

Antes de que anochezca, alcanzan – fatigados - un remanso de casas alrededor de una laguna. Los montañistas se instalan en una cabaña construida adrede para los que vienen a escalar. El casero, un rostro viejo esculpido en roca, advierte que no hay más habitaciones. El arriero explica que ellos van donde Ulises. El hombre piensa un rato, incómodo. Los lleva a una casita que sirve de depósito. Tira un colchón al lado de bultos de concentrado, leña y herramientas de labranza: No se pueden encender velas ni fósforos.

Extenuados por la caminata, se adormecen, mientras la oscuridad borra lentamente el sol de los venados. Temeroso de la noche, el hombre maduro regresa a la cabaña y espera a que el último de los montañistas se vaya a dormir.

Supersticiones de por aquí, comentan, cuando arrecia la neblina se oyen voces que confunden a los viajeros y los extravía.

Uno de ellos señala una masa de nubes anaranjadas y repite la historia del arriero sobre la ciudad. Otro se mofa, incrédulo.

-Quizás sea un mito – se excusa el otro - Pero a los de aquí les gusta contarlo y vale la pena repetirlo, así no sea cierto. Se queda pensando y agrega: Tal vez crean así que no están lejos del mundo.

Cuando todos los montañistas se han ido, regresa a la habitación. Intenta dormir, dejando entreabierta la puerta que da al gallinero. El altercado de aves sonámbulas lo alivia de la noche total. Duerme poco, apenas una línea de sopor que se malogra con el ruido. Escucha el grito de fantasmas o animales o viejos recuerdos que estridulan. La cerrazón de tinieblas enceguece las pupilas hasta hacerlas estallar de miedo. Lo alivia sentir los ronquidos del hijo.

“Ricardo” oye decir entre sueños.

Se incorpora con terror, abatido por el paroxismo de la ceguera.

Se arrastra en cuclillas, tanteando con las manos hacia la ventana que da al corral. La noche es una sucesión de telones negros que caen, cuál más oscuro y denso; telones del recuerdo.

- ¿Quién es? - La pregunta se estrella contra las paredes invisibles. El muchacho despierta.
- Qué pasa papá?
- Nada, es la oscuridad -

Deja el postigo entreabierto. En la escasa luz que llega a la barraca, imagina el rostro de su amante muerto. La figura se yergue como un espectro de humo y trata de abrazarlo. Son apenas imaginaciones, se dice, despierta con otro sobresalto. Desde la casita observa el valle. Toda la noche es azul.

II.-

El tiempo de amar concluyó trágicamente, murió en un accidente de carretera. Ricardo no quiso mirar el cadáver, dejó que la muerte de su amante fuera de otros, ajena, una noticia que no nos incumbe. Fue al trabajo y esperó, sin servir de testigo o convidado.

Sucede, tiene que suceder. El día pasó, llegó la noche. Esculcó en su mente escenas sórdidas, razones para desamar, convencido de que la penumbra y el desprecio pueden curar, fuerzas oscuras entreveradas al instinto de supervivencia.

Días después, como siempre sucede, como debe suceder, se mantuvo en la decisión inquebrantable de conservar la memoria.

Flores todos los diecisiete de febrero, al lado de la foto donde reían, abrazados en la terraza de alguna ciudad, quizás la Ibagué que alguna vez Nelson inventó[1], mientras a lo lejos el Nevado del Tolima, malicioso, ratificaba el amor. Entre el calor y el viento de julio, el recuerdo coloreaba la ciudad de rosa y azul. Un disco de Paul Anka que ambos escuchaban en los viajes, porfiadamente triste. Y un verso de Cernuda: “Danos señor, la paz de los deseos satisfechos, de las vidas cumplidas”.

Se recostaba en el sofá, tomaba ginebra, esperaba el efecto consabido. Lloraba despacio, la vida es irónica, luego con rabia, la vida es miserable, hasta que el cansancio lo adormecía, la vida es, sin predicados.

Ahora no lloraba; dejaba la flor ante el retrato y recordaba que había amado, que existe la palabra amor, que hay quienes practican ese hábito. Sustituyó a Cernuda por Dickinson; no quería saber del deseo sino de la muerte, su sombra, su corolario. No era tanto el otro sino su propia finitud. Hay que morir. Y quien muere se lleva todo, como en las apuestas. Es inevitable.

Sucedía sin embargo, así es la vida, que a veces volvía la tristeza con anhelos de repetir un instante. Lo que nos duele no es la muerte, lo que nos duele es la vida, dice ella.

La vida, un leve aleteo. ¿Cómo era posible que hubiera vivido con alguien, construido sueños, esperanzas, y ahora estuviera solo?
Ahora estaba solo. Ahora, ahora.
Un silencio que al principio había sido levedad se transformaba en realidad atroz. El efímero aleteo, un vuelo torturante de alas que lo sumergía en la tautología del destino.
Era presente. Era la muerte. La agonía de no tener a otro a su lado.

El día le permitía postergar el dolor. En la noche, sin embargo, las cosas que lo rodeaban, al parecer apacibles, se desgajaban como ruinas dejando fluir una memoria cruel. Caminos sin salida, calles anegadas por el rencor y la impotencia de los acontecimientos. Y al final del derrumbe volvía el amante, convertido en pregunta ¿Por qué?

Sucede que hubo una noche en particular que recordó ese rostro; recordó que habían vivido juntos; las manos que lo acariciaban cuando llegaba cansado y quería dejarlo todo, iniciar una vida distinta, lejos de la ciudad, el trabajo, la fatiga. Por un momento la desesperación quiso arremeter como un animal liberado en la estepa, cansado de la mansedumbre que ríe y se apoltrona. Gritó y se dio cuenta que no era suficiente. Era un dolor del cuerpo que había esperado el momento de vengarse de todas las cosas postergadas en nombre de alguien cuyo fantasma no alcanzaba a satisfacerlo. El animal corría contra el olvido, extraviado entre cosas vacías e inasibles, como si pidiera un momento final antes de comenzar la resignación del tiempo y el adiós al deseo.

Era casi medianoche, jueves, suele suceder: decidió buscar, como en los años de juventud, la calle y los rincones donde, antes de conocerlo, iba para relajarse y olvidar.

En la cámara del baño turco podían percibirse dos sombras en el devaneo de la seducción. Alguien acariciaba y era acariciado. Al cruzar la puerta los cuerpos se apartaron como repelidos por agua helada. Permaneció allí, disimulado en el vapor, ausente. Poco a poco llegaron otros cuerpos y empezaron a acariciarse. Recordó los sueños compartidos, los sintió disolverse entre el calor y la orgia.

Una mano, cualquiera, generosa, lo condujo a la eyaculación.

Y sucedió que al regresar, distraído, anestesiado, encontró al niño agazapado frente al edificio. Había armado una especie de cama con plásticos y se resguardaba en el umbral de la casa abandonada.

Durante varios días lo observó. Lo vio desperezarse y caminar hasta la esquina, buscar una tienda, pedir un vaso de leche y regresar, sentarse a pedir limosna, mientras las astromelias del jardín crecían bajo la lluvia. Otras veces bajaba hasta la avenida y pedía monedas a los que esperaban el bus. Varios domingos lo vio también en la entrada de la iglesia.

La noche en que decidió asumir el destino de padre vio al niño temblando de frío, sentado en la escalera del edificio.
- ¿Tiene familia?
- No… sí…
- ¿Por qué no está con ellos?
- Me dejaron, alzó los hombros con desgano, sin mirar, no sé donde están.
- Cuando sienta hambre o frío, puede venir al apartamento. Hay una habitación.

Así pasaron los días. Otro domingo sintió que alguien golpeaba la puerta. Era el niño.

- Esta haciendo frio…lo miró y luego miró hacia el interior del apartamento. Usted me había dicho, no sé si pueda…
- Claro. Era en serio.
Intentó un gesto de afecto pero ya estaba adentro y se sentaba en el sofá.
- Espere. Tiene que bañarse primero.

III.-

El guía señala otros senderos que se esconden entre los valles. Son casi seis horas de camino en mula y en tierras bajo el dominio de bandidos.

La niebla cae y se desliza, rajándose a veces en pequeños claros que desnudan la vegetación. Rehenes de las nubes, se adentran en un camino de sirga.

Escuchan, a veces alcanzan a ver entre la niebla, los hombres armados que descienden por la ladera. Esperan, siguiendo las instrucciones, a que pase la tropa. No hay peligro, los tranquiliza, pero es mejor evitar preguntas. A medida que avanzan se divisa el terreno bajo y helado; vuelven a descender y el paisaje volcánico se desvanece en la blandura lechosa de los pajonales.

El otro valle, al frente, también se descubre por instantes. Al rato las nubes desaparecen. Han tenido suerte. El cielo está limpio, y la nieve perpetua del volcán nevado resplandece. Antes de alcanzar la planicie se divisa, emboscada entre el follaje mediano, la casa de Ulises.

El muchacho se desprende del grupo y sube el terraplén sin correr, con impaciencia y miedo. El hombre se apresta a guardar las ovejas, pero al verlo correr hacia él se detiene, herido en la cara por un sol de hielo. Su mirada parece recomponer un recuerdo desmoronado en los años.

- Jacob…, más que una pregunta o una afirmación es como si estuviera leyendo un rastro, un camino que de repente la lluvia despeja. El muchacho lo saluda, receloso, y entonces el viejo deja caer un abrazo involuntario, como si la emoción debiera ser anónima para no destruir el rigor de la vida entera.

- Padre - exclama. El rencor, el respeto, vuelven adoloridos en el vestigio de la tarde. El muchacho llora.

IV.-

La obsesión de un mundo dual se recobra en la oscuridad en la imagen de los animales degollados. Un mundo escindido, descuartizado en partes imposibles de unir. El mundo de la luz tenue de ciudad, allende las montañas, y esa tierra hostil y ruda.

Parece como si las cosas, entre la lluvia, tuvieran un lenguaje, un lenguaje construido no por palabras, sino por la propia sucesión de sonidos, arboles, ríos. El no podía ni quería entender ese idioma de la tierra. Estaba por amor al hijo inventado en una noche de soledad, aunque no aceptaba el capricho de volver a aquel lugar de donde Jacob se había marchado siendo niño.

Escucha llorar a Jacob. ¿Por qué llora? ¿Merece lágrimas el abandono? ¿No había tenido que irse por desprecio? ¿Acaso no era suficiente el presente que él le brindaba sin esperar nada a cambio?

Sintió decepción. Quizás Jacob habría alcanzado, después de años, la tranquilidad de saber que había una historia que le otorgaba un destino. Pero, ¿De qué servia todo eso? ¿No era acaso su verdadera historia la que vivían en la ciudad, lejos de esa barbarie que nunca alcanzaba a deslindarse completamente del afecto?

Al otro día llegó Saúl, el hermano.

Ulises y los hijos hablaron hasta la medianoche.

En la penumbra, dibujados por la decrepitud de la luz agónica, podían adivinarse las marcas del destino que los hacía diferentes. El cuerpo robusto de Saúl contrastaba con la flacura anoréxica de Jacob.

Jacob ahora estaba feliz. No se refería a la mendicidad sino a “días muy duros”, y luego, con mirada de agradecimiento, contaba que Ricardo lo había apoyado. Siempre había intentado saber de ellos. Ahora, anotaba con gesto de éxito, era tiempo de que Saúl estudiara. El hermano sonreía, evadiendo la ternura.

Luego el licor hizo efecto y hablaron de ella. Ulises mencionó con desprecio que aún vivía, muy lejos. Mas tarde corrigió: no tan lejos, apenas unas horas. Guardaron silencio largo rato.

Los perros ladraron hasta la madrugada. Cuando amaneció decidieron regresar. El hermano los acompañaría hasta el otro lado de la montaña, luego seguirían algunos kilómetros para tomar la ruta hacia Juntas.

Pero Jacob variaba los planes. Era un viejo gesto que Ricardo había aprendido a leer. Una terquedad sin respuesta, una resistencia a las preguntas y los actos que exacerbaba los ánimos y los llevaba a discusiones inútiles. Por eso, cuando lo vio conversar con su hermano, apartado del resto y como transmitiendo un secreto, le espetó la pregunta “¿Dónde vive ella?”.

Eso implicaba postergar un día más el retorno, explicó Jacob, buscando la aquiescencia de Ricardo. No querían herir al viejo, le dirían simplemente que habían decidido recorrer los valles.

V.-

A veces sucede, es el destino. Era domingo y las águilas se habían detenido exhaustas en la arboleda del caserío mientras los pájaros revoloteaban alrededor, esperando que levantaran el vuelo para volver a los nidos.

Había bajado, como de costumbre, a la iglesia. La misa era un pretexto para sentir que pertenecía a la especie humana: evocaba los años de juventud, su primera esposa difunta, los hijos que habían decidido marcharse; las colusiones de políticos, las noticias de muertos.

Todos los años que había vivido en el páramo, le habían enseñado que no existía Dios sino solamente un caos que, en sus intersticios, parece detenerse y brindar esperanza. Se encontraba con los del pueblo, tomaba cerveza en la tienda, se quejaba de las cosechas, el precio del abono, el último muerto. Desde hacía tiempo era viudo y no pensaba tener mujer. No tenía nada que confesar con el cura y en todo caso, no lo hubiera confesado. Mascullaba su soledad con orgullo. A veces, pocas, visitaba la gallera para apostar.

Aún existía un bailadero donde solían reunirse. Los jóvenes se habían marchado lejos o vivían en Ibagué. Ellos, los viejos, persistían en este lugar, como los árboles y los pájaros pusilánimes.

Allí la conoció a ella, Concepción Rodríguez. Era más joven que él; no muchos años. Venía del sur y se había empleado mientras su esposo trabajaba en la construcción del acueducto, kilómetros abajo. Fue en la época en que la creciente arrasó el caserío y varios de los trabajadores desaparecieron. Por eso, cuando la vio de luto, cuando escuchó su historia, se hizo cómplice de su dolor.

Tenían la muerte en común, el abandono. Estaban los dos, los hijos que se marcharon, los domingos en el bailadero. Así comenzó esa compañía, ese remedo de amor. Hasta que ella decidió marcharse con él hasta el páramo. Tuvieron dos hijos.

Las águilas continuaron su migración inevitable. Eran otros tiempos o había que decirlo así, como justificación. Nunca supo por qué se fue. Durante un año bajó al pueblo a preguntar por ella. Nadie sabía nada.

Años más tarde, cuando ya había olvidado o por lo menos evadido la obsesión y el deseo, escuchó que vivía al otro lado del valle. Pero nunca la buscó, estaba ahí, era parte de las montañas, el nevado imprescriptible, los días largos de soledad y la lluvia que quemaba los pastos: solamente existía el presente, la duración indestructible y el trabajo cansino. Ahí estaban los hijos: dos niños idénticos, con los ojos zarcos como los de ella, inevitables. Así sucede y debe suceder.


Ulises está recostado en la penumbra, adormecido por el licor, escuchando el viento que baja desde el páramo. Todos los días ha llovido, salvo este domingo, pero la tierra levanta una humedad triste que la resolana no puede apaciguar. El sonido del río crecido llega hasta la casa. Un sonido dulce que, extremado por la resaca, le despierta un viejo instinto de acariciar una piel desnuda. El cuerpo que intenta ceñir ya no está. Escucha a uno de los hijos y se levanta. Llega a la habitación y encuentra solamente a Saúl.
-.¿Y Jacob?, pregunta.
-.Se fue anoche.
VI.-

Saúl lleva la delantera. Bajan por el flanco de la sierra, despidiéndose poco a poco de las cimas anegadas por la niebla.

Llegan a un camino vecinal.

El Farol es el nombre del parador donde preguntan por Concepción Rodríguez. Al poco rato arrima la tropa. Más o menos, al ojo, son treinta hombres vestidos de camuflado, cansados por la caminata y la resolana. El jefe se sienta en la veranda y, fusil en mano, escudriña al grupo.

- ¿Concepción Rodríguez? El tendero habla en voz baja, limpiando con aparente desparpajo la estantería, sin quitar los ojos de los hombres armados - Nadie sabe, dicen que se fue hasta el Caquetá o murió. La última vez venía con uno de los Núñez, pero hace años. Nunca se le volvió a ver.

-Espías - comenta el que dirige la tropa, como respondiendo a la conversación de los otros. – Están en todas partes. A veces es difícil reconocerlos. Se camuflan de montañistas. Escupe hacia el pastizal, mirando el camino con rabia y como si esperara a alguien.

Otro hombre llega, vestido de civil y con una ametralladora. Desmonta el arma e interrumpe al jefe.

- No se preocupe - dice, somos de los mismos, deja ver una chapa de policía. Pide una cerveza y se sienta en una de las mesas, sonriendo a ratos, nervioso, mientras los otros callan.

-Una mujer hermosa en su juventud, cierto, hermosa...El jefe de la tropa entra con algunos hombres al salón.-… Nunca bajaba por acá… ¿Dice usted Concepción Rodríguez o Concepción Vásquez…, a veces se me olvida.- En realidad, no se cual de las dos sea… posiblemente esté equivocado.

De pronto, el último en llegar parece adivinar el peligro y salta, aterrado, intentando alcanzar la calle. Los hombres de la tropa lo rodean, y antes de que pueda tomar el arma lo dominan.

- Esperen, déjenme explicarles, suplica el hombre. El jefe del grupo desenvaina el machete y le arranca de un tajo firme la cabeza.
- Traidores, masculla arrojándola hacia el pastizal. De repente se percata de las miradas del grupo y señala:
- A ellos también.
Ricardo intenta esbozar una aclaración, demostrar que aquello no le incumbe, pero no puede hablar. Uno de los hombres dispara el fusil sobre Jacob y Saúl quienes, como marionetas que han perdido sus hilos, se desgonzan. El tendero solloza, pidiendo misericordia.

-Por sapos.- dice otro, y le propina un tiro en la cara.

Ricardo recula hacia la ventana. La terrible certeza de un sueño no consentido lo invade para siempre. Alguna vez había insistido en que al morir, quería ver el rostro de su amante. Pero el vacío no admite fantasmas.

VII.-

Es apenas un final posible. Sucede que no hay historia, la historia pertenece a la tierra y sus protagonistas. La anécdota del hombre maduro y el joven, padre e hijo, es personal e incumbe a familiares y acreedores.

Queda el pasado como una canción o una tregua o la imposibilidad de unir historias y discursos. La de los montañistas apenas logra una cita de pie de página[2].

En la versión de las altas montañas, Ricardo muere y la sangre se coagula hasta adquirir el color violeta de los lirios. Fue una infeliz coincidencia y para otros el destino disfrazado de casualidad. Los guerrilleros llegaron, huyendo del ejército. Al poco rato aparece un hombre de la policía secreta, confunde al grupo y se identifica. Los otros lo matan, degollándolo y tirando la cabeza al potrero. Deciden exterminar a todos los que se encuentran en ese lugar.

Otros proponen una versión urbana. El hijo nunca volvió a la montaña y permaneció con el padre fabulado, viendo crecer las astromelias en la casa del frente, escuchando el ruido de los carros en la noche, mientras Ricardo iba a los turcos para olvidar con orgías al fantasma del amante. Cuando cumplió los veinticinco años desapareció sin dejar rastro, sin robos, sin cartas de despedida, de la misma forma que lo hiciera alguna vez de las tierras lejanas. Quienes censuran la historia piden que se eliminen referencias a guerrilleros, bandidos y ejército. Consideran que se trata de palabras inútiles y que son incidentes superados con nuevos hechos. Entonces la historia se desvanece y queda solamente una aventura de montañistas en la que aparecen sin razón un hombre maduro y su hijo ficticio, confundidos en una excursión al nevado.

Nelson, ineluctable gnóstico, rubrica todas como posibles, dependiendo de la época y de la intención de los editores.
[1] Nelson Ospina, adorado gnóstico y desdeñoso autor de historias. Hay quienes dicen que ha interpolado este escrito.
[2] Escrito en letra pequeña, otra letra, y a manera de interpolación.
Un montañista.-
¿Qué hay más allá de las altas montañas? ¿Qué se esconde tras los silenciosos cerros cubiertos de niebla, hijos de la niebla?
Con los ojos heridos por la nieve, entre el silbido del viento que arrastra las nubes, imponiendo al paisaje una movilidad infinita, vemos solamente un montañista.
Se trata de alguien vestido de negro, aferrado con sus manos a la roca, esquivando la gravedad con la fuerza de un escarabajo. Está en la lejanía, y la lejanía lo torna en algo liviano, libre de apremio, de esfuerzo alguno. No es posible percibir el cansancio de sus manos, el sudor que escurre a pesar del frío entre su uniforme, ni los labios secos por la brisa helada que reclaman un sorbo de agua. Asciende, busca una cima. Pero desde donde estamos no es posible observar sino una quietud extrema, como si no fuera posible avanzar, como si avanzar no significara nada en la extensa ladera que se abre al infinito. No obstante, el avanzará, alcanzará la cima, pondrá un estandarte que señala una hazaña, un triunfo. Pero ese futuro lo desconocemos. Queremos solamente verlo, admirar el rigor de su aventura, admirar esa empresa de esfuerzo y valor. Un montañista no tiene historia: la aventura consume toda genealogía, todo relato. Sus apuntes, porque seguramente el montañista lleva un diario de su “viaje”, parecen apenas los trazos lacónicos de un mapa. En realidad, ha cambiado la historia por una geografía, el relato por un a bitácora. Una nueva forma de heroicidad, geométrica, pura, sin los aditamentos melancólicos de una vida personal, sin guerrilleros ni soldados con el rostro tiznado por el odio.

2 comentarios:

Lauren Mendinueta dijo...

Buena historia.

humo en la ventana dijo...

"... Comen, mientras unos niños corretean entre gritos de júbilo por la ladera de la montaña, pateando la cabeza de un cordero..."

una buena imagen, bien puesta...

buen trabajo, Don Andrés...